En ocasiones, cuando nos encontramos en situaciones desafiantes o adentramos en espacios oscuros y poco claros, tendemos a actuar con cautela, buscando cualquier fuente de luz que nos ayude a iluminar el entorno y evitar tropiezos, caídas o sorpresas inesperadas. Es común saber que, si permanecemos en la oscuridad durante cierto tiempo, gradualmente comenzamos a ver con mayor claridad, incluso con la misma luz que antes nos resultaba invisible. Pero, ¿por qué ocurre esto? ¿Qué sucede en la oscuridad que nos permite ver después de unos minutos de exposición? En mi opinión, la respuesta fundamental radica en que la luz reside dentro de nosotros, no fuera, y es a través de la interacción recursiva entre nosotros mismos y el entorno que esta luz se manifiesta, revelando nuestra verdadera esencia.
La forma en que concebimos la realidad nos impulsa a arrojar luz sobre ella, y es en función de esa luz que observamos con mayor o menor claridad nuestra dimensión externa. Por lo tanto, nuestro mundo se aclara únicamente cuando ajustamos los instrumentos que utilizamos para iluminarlo. ¿Cuáles son estos instrumentos y cómo podemos ajustarlos? Me refiero a los elementos que influyen en la interpretación de la realidad, como nuestras creencias, emociones, historia personal, acciones y la manera en que interactuamos con los demás. Estos elementos nos conforman como observadores particulares, y lo mismo ocurre con los demás, cuya forma de ver las cosas, actuar e interpretar está moldeada por su propia historia individual. Entonces, ¿será necesario esperar a que las circunstancias cambien o debemos movernos nosotros para modificar nuestra perspectiva y permitir que el cambio ocurra en nosotros?
Si cambiamos nuestro punto de observación, la realidad adquiere un matiz diferente y es así como llegamos a comprender al otro. No se trata de pensar necesariamente como esa persona, sino de incorporar su forma de observar al nuestro. De este modo, nuestra percepción se vuelve más compleja, amplia e inclusiva, en lugar de ser excluyente. Cuando expresamos acuerdo o desacuerdo con alguien o algo, ya sea real o imaginario, eso dice más de nosotros mismos que de lo que estamos juzgando. Por ejemplo, cuando experimentamos desagrado y desacuerdo con la ideología de alguien y nos volvemos intolerantes, estamos desconociendo la historia del otro y su derecho a ver el mundo según su propia conveniencia. Más allá de eso, perdemos la oportunidad de incorporar su perspectiva a la nuestra, de entenderlo y, por ende, de hacerlo sentir respetado, honrando siempre su historia personal. Al mantener nuestra postura de intolerancia, cerramos toda posibilidad de coordinar acciones conjuntas y sumar esfuerzos.
Por tanto, sugiero que, en situaciones de desencuentro, recurramos a preguntas reflexivas como: ¿Por qué no estoy de acuerdo? ¿Qué es específicamente lo que me incomoda? La respuesta a estas y otras preguntas similares nos abrirá las puertas a un mundo infinito de posibilidades, nos permitirá entender al otro y transformar nuestro propio mundo. ¿Qué opinas? Te leo en los comentarios.
Eduardo Cuevas
@soyeduardocuevas